Aurë entuluva!

Palabras de un idioma muy antiguo, y apenas estrenado, dentro de una historia mítica que desafía las leyes de lo que solemos llamar “realidad”. Las pronunció un hombre que lo había perdido prácticamente todo, tras ser derrotado en una larga y terrible batalla contra las fuerzas del mal. Así sucede siempre; así quiere Dios mismo que suceda. Que perdamos toda esperanza, en una batalla que -como la de este épico grito- está bañada en lágrimas innumerables. Ante un panorama tan sombrío, y sumergido en la más profunda noche, el protagonista, llamado Hurin, grita simplemente “aurë entuluva!”, que significa algo tan sencillo como “llegará el nuevo día”, mañana amanecerá otra vez.

Cerradas ya todas las puertas santas, y clausurado el año que hemos vivido, como jubileo extraordinario de la misericordia, se nos abre una vez más -con el Adviento-, un nuevo año litúrgico: una nueva oportunidad de gracia, difícilmente mensurable, que nos ofrece la misericordia de Cristo. Ojalá no tengamos otra cosa que esperar, más que la inminente llegada del Rey y su Reino. Ojalá podamos acoger, como un verdadero regalo, este Adviento de cuatro semanas (éste año, el más largo posible) que -ante la cercanía de la Navidad- nos despierta del letargo en que tal vez hemos caído, abandonando el amor primero.

Porque la vida del cristiano es un combate -según san Pablo- y no cabe dormirse ni desanimarse. Porque, cuanto más densa se hace la noche, y más larga se siente la derrota,menos se espera de este mundo -el “día” presente-, y más esperanza se tiene de que amanezca por fin el Día del Señor. Y es que así vive siempre la Iglesia: esperando tanto, …que anhela perder la esperanza. Pues solemos decir que “la esperanza es lo último que se pierde”, y lo cierto es que -como virtud teologal- la perderemos al final de todas las cosas, cuando -con la venida de nuestro Señor en gloria-, ya no tengamos nada que esperar, porque simplemente lo poseeremos, y todo lo prometido se hará realidad.

Sea cual sea nuestra noche, la Iglesia -que sabe mucho de lágrimas y de esperanza- nos grita de nuevo este año: “Aurë entuluva!” El Rey, cuyo retorno esperamos, dice: “Vengo pronto”. Quien lo oiga, diga: “Marana tha! Ven, Señor Jesús”.

“Porque es eterna su misericordia” (Sal 118, 1). Por eso damos gracias al Dios bueno que

nos ha amado con incomparable ternura y caridad. Cantamos aleluya al Padre eterno que, para

rescatar a quienes éramos esclavos, entregó a su propio Hijo. Glorificamos al Hijo amado que,

amándonos por encima de toda medida, ha pagado por todos nosotros, al eterno Padre, la deuda

de Adán, cancelando para siempre la condena antigua del pecado. Adoramos también,

agradecidos, al Espíritu Santo que, como río caudaloso salido del costado de la cruz gloriosa, lava

las culpas, devuelve la inocencia a los caídos y la alegría a los tristes, expulsando el odio,

trayendo la concordia y doblegando la soberbia de los “faraones” poderosos que nos oprimen.

¡Qué asombroso beneficio del Amor de Dios con nosotros, que nos hace llamar feliz a la

culpa que nos ha merecido tal Redentor! La realidad ha superado la parábola, porque el Hijo

mayor, el primogénito de muchos hermanos, ha salido de la casa compartiendo la misericordia del

Padre, y -para rescatar como buen Pastor a la oveja perdida, devolver la imagen deteriorada a la

moneda extraviada, y traer de vuelta a casa a los muchos hijos que andaban pasando hambre por

haber derrochado en país lejano toda la herencia recibida- ha llegado a desnudarse para vestir a

su pródigo hermano, y en el colmo del Amor inimaginable, se ha dejado atar sobre la mesa como

cordero que se inmola y se nos ofrece ahora en banquete de fiesta.

Hermanos, ¡qué dicha tan grande trae cada año la Pascua! Entremos en la alegría del

corazón del Padre, por tantos hijos pródigos, que -unidos al Hijo amado de Dios y muertos con Él

por el bautismo-, resucitan ahora a una vida nueva y eterna. Cantemos al Dios bueno, e invitemos

a todos a hacer Pascua con nosotros, porque es eterna su misericordia.