OCHO SIGLOS MIRANDO UN NIÑO

Decía san Ireneo, doctor de la Iglesia y obispo del s.II, que “la gloria de Dios es el hombre viviente, y la grandeza del hombre consiste en ver a Dios”. Durante siglos larguísimos, tuvimos prohibido imaginarlo, y hacerlo era idolatría. El Altísimo se había reservado su momento para dejarse ver, sin que nuestros ojos quedaran deslumbrados por su inefable Luz. Y sucedió hace dos mil años de la forma menos esperada: Dios era un Niño, y no daba miedo; era fácil de amar.

Era tan frágil e indefenso, que enseguida nos sentimos obligados a defenderlo. Pronto empezaron a decir que si en realidad no era Dios, o que si no era hombre, aunque así lo pareciese… Así que lo definimos: Luz de Luz —lo llamamos—, engendrado pero no creado; dijimos en griego que era “homousios”, “consubstancial” al Padre en el latín más castellano…; así dejábamos claro que ese Niño era el mismísimo Hijo de Dios, por quien todo fue hecho y sin el que nada existe. Muchos obispos, como san Nicolás —para los amigos, “Papá Noel”— lo firmaron en el año 325. Y de Nicea a Constantinopla se forjó la forma con que profesamos nuestra fe en Él, la misma que muchos defendieron con su vida, en pobreza y destierro y con heroica fidelidad.

Con la mejor intención, y porque se había hecho necesario, lo cierto es que lo envolvimos con algo más que pañales; y dejamos de mirarle como vino, así de pobre, tan aparentemente pequeño, que no parecía el gran Dios. Le rezábamos, sí, pero muy serios…; le pintábamos en el seno de su Madre como un rey —porque lo era— y lo tallábamos con toda su majestad en el regazo de la Virgen, reconociéndola como su bello trono.

Y entonces surgió aquel hombrecillo…: otro pobre como Él. Lo enamoró el mismo Dios para convertirlo en su propio icono. Y después de una vida hermosa, viviendo el evangelio sin glosa y calcando las huellas de Cristo, aquella Noche tan buena de 1223, hace ya ochocientos años, Francisco lo puso a la vista, y nos obligó a mirarle otra vez sin más, así de inerme y desnudo, entre animales y en el pesebre.

Ocho siglos llevamos haciendo belenes, nacimientos por doquier. Y volvemos a ser niños, capaces de ver a Dios y hablar, sin palabras, con Él. Basta sólo una mirada…, y Dios se vuelve Enmanuel. Es Jesús, es nuestro amigo. Para mirarle sin fin, tendremos la eternidad, pero —ocho siglos después de aquella idea genial—, seguimos mirándole Niño, y deseamos a todos

¡¡FELIZ NAVIDAD!!