¿ENCONTRARÁ ESTA FE…, O YA HABRÁ OTRA?

 

          Iba a venir, pero ya estaba. Sólo faltaba el dedo que lo señalase. Y su primo se había preparado toda la vida para hacerlo. Podía distinguirlo entre la muchedumbre, pues aunque parecía insignificante, daba sentido a todo. Había que buscarlo como a un cordero, sabiendo en realidad que se trataba de un león. Llevaba en silencio unos treinta años, y eso que Él era la Palabra. Venía a cumplir todo lo esperado, pero nadie lo aguardaba así. Estaba en medio y conocía a todos, pero a Él casi nadie lo conocía.

          Se cumplió el plazo, e irrumpió así el Reino. Como verdadero pan bajado del cielo, se dejó tomar y partir. Como vid fecunda, se ofreció al lagar y derramó su sangre. Por ellos, por nosotros, por muchos… Nada deseaban más los hombres, no había para ellos mayor necesidad; ningún anuncio fue más repetido e insistido a través de los siglos, pero cuando vino a su casa, los suyos no lo recibieron.

          A quienes lo acogieron, sin embargo, les regaló su propia y divina naturaleza. Durante más de veinte siglos, siguió curando, amando, predicando…, divinizando la carne que se le incorporaba al consumir la suya. Vivían ellos, pero era Él quien les habitaba. Y el mundo tuvo luz clara y sal sabrosa. Las muchas cosas que —incluso hoy en día—, Él dice y hace, no cabrían en los libros que pudieran escribirse. Y donde siguió abundando el pecado, siempre sobreabundó su gracia.

          Nunca se fue, pero dijo que volvería. Y el momento está más cerca. No esperarlo es incredulidad; no desearlo, falta de amor. La esperanza de su pronta y última venida reúne cada semana a la Esposa con el Espíritu para gritarle: “Marana tha!, ¡no tardes más!”

          Y mientras anuncia su muerte y sigue proclamando su resurrección, sigue postrándose ante el Misterio de su fe, dejándose consolar por la prenda de su gloria futura. Eso hace la Mujer vestida de sol mientras se retuerce en los estertores de un parto que no acaba, frente a las fauces de un Dragón cada día más grande.

          El que vino y volverá, sigue en medio de nosotros, aunque apenas le conocen. Faltan dedos que señalen al Cordero, y corazones que teman su rugido de León. Muchos anticristos han salido de entre nosotros, aunque no sean de los nuestros. Discuten su Evangelio, porque ya no les parece buena noticia para el mundo. Componen nuevas doctrinas, olvidando que la Iglesia no puede cambiar ni renovarse, si no es para ser más la misma. Y no extraña su deriva, si consideran prescindible su presencia sustancial y temen menos su juicio que perder los aplausos del mundo.

          Lo que pasa es que va a volver… Nunca dejó de llegar —aunque tardar pareciese—, ni el hijo de Abraham, ni la libertad de Israel, ni su restauración tras el desastre; toda profecía por él inspirada encontró su cumplimiento. Él mismo llegó sin retraso cuando se propuso hacerlo, y su última promesa no puede ser la excepción; ha de cumplirse.

          Al inicio de un nuevo Adviento…, pidamos comprender el momento en que vivimos, supliquemos y anhelemos la venida del Señor, y la gracia de contarnos entre los elegidos. Porque el triunfo de la Mujer frente al Dragón es seguro…, pero cuando venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra, o ya habrá otra… que en realidad no salve?