JÚBILO EN EL CORAZÓN

“El nombre de Jesús es melodía en el oído, miel en los labios, y júbilo en el corazón” — decía san Bernardo. Son palabras de un enamorado. Porque nuestro Dios no sólo es Amor, sino que es amable y enamora. Nuestro Dios late con corazón de hombre, desde hace dos mil años. Y seduce a quien se deja mirar por sus ojos llenos de misericordia.

Ante la proximidad de la Navidad, y al comienzo de un nuevo ciclo litúrgico, que nos permitirá revivir en nosotros los misterios del Corazón de Cristo, el Adviento nos hace desear y nos enseña a pedir que quien vino con corazón humano, en la humildad de nuestra carne, vuelva
repleto de gloria a consumar su obra de amor. Pues la resurrección no quitó a Cristo su corazón, sino que lo dilató hasta glorificar su forma humana de amar.

Desde el primer domingo del Adviento de este año, y hasta el 24 de Noviembre del año próximo, solemnidad de Cristo Rey, nuestra joven diócesis de Getafe va a disfrutar de un año jubilar, concedido por el Santo Padre con motivo del centenario de la consagración que Alfonso XIII hizo de España al Sagrado Corazón, en el centro de la península. Aquel acto, —de consecuencias, por entonces, impredecibles—, tuvo lugar el 30 de Mayo de 1919 en el Cerro de los Ángeles. No mucho tiempo después, el júbilo de aquella fiesta conduciría a la Iglesia española a una dolorosa purificación martirial que llevó al cielo (y en estos últimos años, a los altares) a numerosos mártires que, enamorados, gritaban —también con júbilo— el nombre de Cristo,
dando la vida por sus propios perseguidores.

Saber que el Señor está cerca, y que viene pronto —porque así nos lo asegura Él mismo —, nos permite vivir cada día como si fuera el último, con intensidad de enamorados. De modo que ya no amamos tanto la vida, como para temer el fin del mundo o la misma muerte. El Corazón de Jesús nos apremia a salir a su encuentro, venga como venga y cuando quiera venir. Y oír que ya viene —como nos anuncia la Iglesia en cada Adviento—, suena entonces melodioso y sabe dulce —sin importar los desgarros que suponga—; la certeza de su inminente llegada, —si es verdad que le esperamos—, hace rebosar de júbilo nuestro propio corazón.

Millones de personas en todo el mundo, esta noche vivirán una vigilia incomparable y repleta de esperanza. Son muchos los que se comen las uñas, preparados para celebrar algo grande. Es lógico: han sido muchos meses esperando, y por fin el día ha llegado.

Yo tampoco quiero perderme esta gran final de la Pascua, al lado de la cual cualquier final de otra cosa dista lo que el cielo de la tierra, lo que el oriente del ocaso. Hay días grandes, que se hacen aún más grandes, por la providencial oportunidad que Dios nos da de optar por Él, prefiriéndole sobre todas las cosas, incluso sobre las que más valoramos.

Nuestra mediocridad y miopía espiritual nos moverá a pensar que el Espíritu Santo viene siempre, que mañana también vendrá, en otra misa, o que -como en otros sitios- podríamos haber negociado, con la Tercera Persona de la Trinidad, si no podía derramarse sobre nosotros un poco antes o un poco después de que jueguen su partido los campeones de Europa. Pero me parece fabuloso poder optar entre el becerro de oro y el Dios que nos sacó de Egipto, en la noche en que conmemoramos la entrega de la Torah cumplida por Jesucristo y escrita en nuestros corazones.

El Evangelio hace feliz cuando se le vive sin reservas; el agua del Espíritu sacia el corazón del que -como la cierva- anhela las corrientes de agua por encima de cualquier otra pasión, amando a Dios sobre todas las cosas, y no sólo entre todas ellas.

El cristianismo no va de pecar o no pecar, efectivamente: no es un moralismo. Por eso, quienes esta noche prefieran ver fútbol, harán bien, y el que habita en el Cielo sonreirá desde su trono bendiciéndolos, porque a nuestro Dios le encanta que estemos contentos y seamos libres.

Pero ¡qué pasada vivirán quienes renuncien a toda idolatría y prefieran el cenáculo al televisor! ¡¿Cómo no les dará Dios el Espíritu Santo a los que se lo pidan, y manifiesten que nada necesitan más que a Él?! El Don de Dios, como es infinito, es como la Fuente: cada uno recibe como lleva el vaso. Y ese vaso que somos, se ensancha en proporción a nuestro deseo.

Esta noche yo deseo -por pura necesidad vital- que el Espíritu me dé un corazón nuevo, y tengo experiencia de que puede hacerlo; porque así lo hizo conmigo hace veintiséis años, un día como hoy, un día de Pentecostés. No es un mero recuerdo la liturgia; no es lo de siempre, no es lo de todos los años…: ¡Él va a venir, porque lo ha prometido Dios mismo! ¡¡Y no hay mayor desprecio que no hacer aprecio de un Don tan incomparable! (Si es verdad que no sólo recordamos, sino que en verdad sucede lo que vivieron los apóstoles con María hace dos milenios, ¿sería verosímil imaginar a los discípulos saliendo hoy del cenáculo para ver un partido?).

Por tanto: los hambrientos, vengan a hacer Pascua con nosotros; los necesitados, vengan a disfrutar de la Gran Final de la Pascua: pues para esto murió y resucitó Cristo, para hacernos libres de todo, para que vivamos sólo para Él, que es de quien nos viene la vida para siempre.

¡¡Envía tu Espíritu, Señor, libéranos de todo lo que no eres Tú, úngenos para la liga de campeones de la Historia, recrea nuestros corazones, y renueva la faz de la Tierra!!

Fdo.: Antonio, párroco de San José obrero
(un apasionado de las finales que duran para siempre)