“Porque es eterna su misericordia” (Sal 118, 1). Por eso damos gracias al Dios bueno que
nos ha amado con incomparable ternura y caridad. Cantamos aleluya al Padre eterno que, para
rescatar a quienes éramos esclavos, entregó a su propio Hijo. Glorificamos al Hijo amado que,
amándonos por encima de toda medida, ha pagado por todos nosotros, al eterno Padre, la deuda
de Adán, cancelando para siempre la condena antigua del pecado. Adoramos también,
agradecidos, al Espíritu Santo que, como río caudaloso salido del costado de la cruz gloriosa, lava
las culpas, devuelve la inocencia a los caídos y la alegría a los tristes, expulsando el odio,
trayendo la concordia y doblegando la soberbia de los “faraones” poderosos que nos oprimen.
¡Qué asombroso beneficio del Amor de Dios con nosotros, que nos hace llamar feliz a la
culpa que nos ha merecido tal Redentor! La realidad ha superado la parábola, porque el Hijo
mayor, el primogénito de muchos hermanos, ha salido de la casa compartiendo la misericordia del
Padre, y -para rescatar como buen Pastor a la oveja perdida, devolver la imagen deteriorada a la
moneda extraviada, y traer de vuelta a casa a los muchos hijos que andaban pasando hambre por
haber derrochado en país lejano toda la herencia recibida- ha llegado a desnudarse para vestir a
su pródigo hermano, y en el colmo del Amor inimaginable, se ha dejado atar sobre la mesa como
cordero que se inmola y se nos ofrece ahora en banquete de fiesta.
Hermanos, ¡qué dicha tan grande trae cada año la Pascua! Entremos en la alegría del
corazón del Padre, por tantos hijos pródigos, que -unidos al Hijo amado de Dios y muertos con Él
por el bautismo-, resucitan ahora a una vida nueva y eterna. Cantemos al Dios bueno, e invitemos
a todos a hacer Pascua con nosotros, porque es eterna su misericordia.