“En Jerusalén, seréis consolados” (Is 66, 13).
“Como a un niño a quien su madre consuela, así os consolaré yo; y en Jerusalén seréis consolados” (Is 66, 13). Con esta ternura, se expresa el Señor -por medio del profeta Isaías-, cuando anuncia un tiempo nuevo de consuelo y esperanza, al pueblo que regresa del destierro en Babilonia, y ha de acometer la ardua empresa de reconstruir -sin fuerzas ni medios- la ciudad derruida, las murallas derribadas, y ese Templo en que Dios pone su morada, y acoge cada año a quienes peregrinan para celebrar las fiestas de la fe.
Cuando el calendario empieza ya a oler a primavera, con los últimos fríos del invierno, llega este año la santa Cuaresma a traernos la esperanza de recomenzar un tiempo nuevo, por la próxima Pascua. La Iglesia se prepara para peregrinar a la Fiesta de las fiestas, con la certeza de que “en Jerusalén”, la cruz de su Esposo y el sepulcro vacío la consolarán con ternura materna, renovando así mismo sus entrañas bautismales, que engendrarán nuevos hijos por el agua y el Espíritu Santo.
Lo que sucedió en Jerusalén hace dos milenios, es el acontecimiento que funda nuestra fe cristiana. Celebrarlo cada año, no es una costumbre cultural, sino una necesidad vital. Es un consuelo permanente y una gran esperanza, celebrar el memorial de un Amor tan grande, que nos hace pasar de la muerte a la vida. No podemos mantener siempre la misma tensión en el amor, y la Cuaresma se nos ofrece como oportunidad -única en el año- para darlo todo. Durante cuarenta días, Dios se hace mendigo de nuestro ayuno, recogiendo la limosna que demos a los que nos necesitan y el tiempo que entreguemos a la oración, de forma que “en Jerusalén”, es decir, viviendo este misterio pascual, por la muerte a nuestra vida chata, podamos pasar a disfrutar del consuelo abundante de su vida divina.
Es tiempo de éxodo: pasemos del caos al orden, de la idolatría a la fe, de la esclavitud a la libertad, por el desierto a la Promesa,… y recibiremos el consuelo de salir del exilio de nuestra tibieza, retomando aquel Amor primero que levante nuestro ser, del polvo que somos, al Cielo para el que fuimos hechos. Salgamos ya, pues: un gran consuelo nos aguarda “en Jerusalén”.
Antonio Izquierdo
Párroco de San José obrero