Los cristianos tenemos nuestro propio calendario anual: un ciclo de gracia que, a modo de memorial, actualiza cada año los misterios que nos salvan. El nacimiento, la pasión y muerte de nuestro Señor, su resurrección gloriosa, su ascensión a los cielos, la venida del Espíritu en Pentecostés… no son para nosotros meros recuerdos ni aniversarios de acontecimientos lejanos y ajenos al discurrir concreto de nuestra vida.
Como si de una maravillosa máquina del tiempo se tratara, la liturgia nos permite, en cada una de sus fiestas y celebraciones, actualizar -misteriosa pero realmente-, la hondura de cada uno de esos hechos en los que Dios no sólo se nos reveló sino que se nos sigue regalando como un torrente de gracia que diviniza nuestro barro y levanta nuestra carne al cielo. Lo que celebramos cada año no es lo mismo de siempre; como si de una escalera de caracol se tratara, sucede que cada año pasamos por los mismos hechos, pero -mientras peregrinamos al encuentro de Cristo que era, y es, y viene- avanzamos en la inteligencia de sus misterios de amor, hasta que lleguemos a vivirlos en plenitud.
Con la celebración de un nuevo Adviento, en la perspectiva de la cercana Navidad, inauguramos el año litúrgico, que será -desde el 8 de diciembre- jubileo de misericordia para la Iglesia universal, y gran misión para la diócesis de Getafe, que se dispone a festejar sus bodas de plata. Nuestro Dios es siempre nuevo, nos rompe los esquemas, siempre nos sorprende… Después de haber estrenado párroco y -a punto de que la segunda comunidad neocatecumenal de nuestra parroquia estrene misión en Parla-, estrenemos también vida nueva, esperanza cierta en el Señor que siempre viene a nosotros y espera poder encontrarnos con la lámpara encendida y las ataduras rotas para irnos con Él a todas partes, hasta sentarnos a su derecha en el Cielo.
D. Antonio Izquierdo