Testimonio al seminario en la Vigilia por los Diáconos:
Queridos amigos y hermanos, me gustaría compartir con vosotros la experiencia de haber dicho si a Jesús con mi vida. Para ello me voy a servir de una historia que me parece muy luminosa:
Corría el año 1464 cuando la Opera del Duomo de Florencia, junto con el gremio de mercaderes de telas, decidieron adornar los contrafuertes de la catedral con 12 maravillosas estatuas de profetas del Antiguo Testamento. No escatimaron en gastos, aun nos encontramos en la Florencia de los Medicis, mecenas del arte en la ciudad. En dicho proyecto participaron artistas de renombre como Donatello y hasta el mismísimo Leonardo da Vinci. Sin embargo, la obra más espectacular recayó en manos de un joven artista: Agostino del Duccio. En sus manos pusieron un bloque de mármol de Carrara al que apodaron el Gigante por sus más de 5 toneladas de peso y sus casi 6 metros de altura. Agostino gozaba de la simpatía de los Medicis y había hecho ya alguna obra para ellos, pero no de esta envergadura. Era un joven caprichoso, inconstante y muy zalamero. Así fue como se puso manos a la obra: un día picaba por aquí, otro arañaba la piedra por allá… y pasaron los días y aquello solo empeoraba… Hasta que un día Agostino no se presentó a trabajar aquella mole… En seguida intentaron buscar otros artistas, pero Del Duccio había huido dejando aquel precioso bloque herido de muerte. Estaba maltratado y fragmentado… nada se podía hacer con él más que esperar que el tiempo lo olvidara en el patio de la casa de la lana, donde se encontraba.
Tuvo que pasar casi medio siglo, en el año 1501, hasta que otro joven, de apenas 26 años, lo redimiera. Este artista acababa de despuntar con una obra que le había granjeado la amistad del Papa en Roma. Ahora volvía a Florencia, a la casa de su padre. La urbe había cambiado mucho desde que partió siendo apenas un adolescente, ahora su ciudad, las calles que lo vieron crecer habían experimentado la guerra y el hambre hasta que finalmente, tras la revuelta que expulsó a los Medici, se había convertido en una república. Cuando iba de camino a casa pensaba cuál sería la obra con la que sus amigos y su ciudad lo admiraría y recordaría para siempre. Así fue como le vino el recuerdo de aquel Gigante, aquella mole maltratada por el tiempo y cubierta de vegetación, que ocultaba su rostro y sobre la que tantas veces había jugado de niño. Debía de ser él, debían ponerla en sus manos. Tras volver a casa fue inmediatamente a la Opera del Duomo suplicando insistentemente que le permitieran al menos contemplarla. Lo tomaron por loco, el Gigante yacía moribundo y nadie lo podía rescatar. Así fue como tras insistir mucho, el gremio de los mercaderes de tela le permitió al menos retirar los escombros de la casa de la lana en la que se encontraba.
Cuenta nuestro joven amigo que al contemplar el Gigante por primera vez escuchó una voz que le decía: ¡Sálvame! Porque aún permanecía vivo esperando su redentor. Se puso manos a la obra, hasta se encerró a trabajar con ella, y así fue como tras tres años de duro trabajo el mayo de 1504 la ciudad de Florencia se quedó boquiabierta al descubrir al David de Miguel Ángel.
El seminario, y especialmente este último curso vuestra parroquia, ha sido para mi el taller en el que el carpintero de Nazaret ha trabajado conmigo. Tras dejarme engañar por el Demonio y el pecado, tras haber sido herido y fragmentado por la mentira y el deseo de grandeza, el Demonio me había convencido que no servía para nada, que nadie me quería y que iba a morir solo y abandonado… hasta que como Mateo, al pasar por mi mesa de cambio Jesús me miró, y me miró como si nadie más hubiera en este mundo, me amó con su mirada y me eligió para esta misión: el sacerdocio. Cada uno de vosotros habéis experimentado en vuestras vidas la llamada de aquel que os dijo: eres precioso a mis ojos y yo te amo; cada uno de vosotros habéis experimentado la voz de aquel que murió y se entregó por mi. Y mirad, este es el resumen del seminario y de cada una de nuestras vidas: esta es la obra que el carpintero de Nazaret, el discípulo de san José, quiere hacer con sus propias manos en ti, si tú le dejas… y que hasta el instante de nuestra muerte está por hacer. Por eso debemos tener esperanza. Todos hemos sido ese bloque roto, fragmentado y herido por el mundo, pero precioso a sus ojos y por eso nos ha escogido. Finalmente me gustaría haceros una confesión: si el David de Miguel Ángel es impresionante y precioso de lejos, espero que alguna vez tengáis la oportunidad de asombraros de lo impresionante y precioso que es de cerca. Porque cuando uno se acerca ve algo que no se ve de lejos: las heridas y cicatrices que Agostino del Duccio dejó en la piedra. Así es como se ve mejor la misericordia de Dios, en su omnipotencia. Cuando el Demonio te convence de que no tienes solución, de que no sirves para nada, de que él te ha herido de muerte y ha vencido… ahí, en medio de tu oscuridad es donde brilla la luz más intensa, el fuego secreto de Cristo Resucitado. Él, que es el Señor del Tiempo y de la Historia, si tú le dejas, será el Señor de tu Historia y como Miguel Ángel, aprovechará todo lo tuyo para que los demás vean en ti su mayor obra de misericordia, vean en ti un testigo de su amor. Por eso, hoy, todas las noches, no os canséis de decirle a Jesús: Señor, tú me conoces, sabes lo pequeño y frágil que soy… tú conoces mi pequeño corazón… TÚ SABES QUE TE QUIERO.