¿JUBILOSOS O JUBILADOS?
Clasificar a los seres humanos y tratar de estereotiparlos es deporte mundial practicado por todo tipo de analistas (tanto los sesudos como los que, en realidad, nunca analizan nada). La mayor parte se empeña en encasillar a todos los contemporáneos en conservadores y progresistas, tradicionalistas y modernistas, ultras y moderados… Yo me he apuntado a la competición en la pascua de este año jubilar, y me he atrevido a introducir, para los que decimos ser cristianos, otro binomio clasificador: creo que en la Iglesia se distinguen bien dos tipos de bautizados: los jubilosos y los jubilados.
De la etimología del término “júbilo” ya escribí en mi pasado mensaje de cuaresma, al explicar que proviene del término “yobel”, el cuerno judío con que se anuncian y celebran grandes fiestas religiosas. Partamos de que, por obvia translación semántica, entendemos “júbilo” como “alegría desbordante”. Pero lo cierto es que no es lo mismo vivir jubiloso que jubilado, aunque ambos vocablos compartan etimología.
Los jubilados —aunque lo disimulen o no quieran reconocerlo— lo están porque su edad apunta a la recta final de su vida. Se jubilan, porque las fuerzas o la mente (al menos según las consideraciones legales o convencionales) empiezan a declinar, y sus limitaciones les invitan a dejar paso a otros más jóvenes, mientras ellos se dedican —¿con júbilo?— a viajar lo que puedan, a pasear y descansar, a sopitas y buen vino.
Jubilosos, en cambio, hay de todas las edades, y se distinguen por derrochar alegría, como si la bebieran de un manantial secreto que no parece agotarse ni depender de las circunstancias físicas, anímicas, políticas, sociales o familiares.
Me parece, sin embargo, que en la Iglesia la distinción entre unos y otros depende de la forma en que viven la Pascua, o —por mejor decir— de si tienen experiencia real de que la muerte ha sido vencida porque conocen y tratan personalmente a Cristo, la Palabra de Dios que se hizo carne, murió en una cruz y resucitó. Ya lo decía san Agustín: “No es gran cosa creer que Cristo ha muerto, eso lo creen todos los paganos; la fe de los cristianos es su resurrección”.
Así, entre los llamados cristianos, caben los jubilados jóvenes y los jubilosos viejos. Para los jubilados, la cuaresma es el tiempo del trabajo y de la ascesis espiritual; la Pascua les jubila literalmente de toda intensidad en la vida cristiana. Los jubilosos, en cambio, renacen cada Pascua, anhelan más la oración y la celebración eucarística, y expresan su júbilo en las plazas, y con todo tipo de familiares y amigos, pues si el cielo está abierto y la vida es eterna, nada es más urgente que anunciarlo y celebrarlo.
Para muchísima gente en la Iglesia, aunque nunca lo expresen como aquel procurador romano resumiendo la fe del apóstol Pablo, Jesús es un difunto maravilloso. Pervive su “causa” (dicen) —a eso reducen la resurrección. Comparten y enseñan, en parroquias y colegios concertados o públicos, esos excelentes “valores” sublimes —por otra parte, tan parecidos a los de muchas otras tradiciones éticas y religiosas—, pero no han encontrado nunca a Jesús vivo, real, resucitado. ¡Ojo!, que muchos jubilados son admirables por las ganas que le echan: a veces son catequistas o incluso curas, y se entregan denodadamente a buenos proyectos pastorales o dizque caritativos; pueden tañer muchos ‘aleluyas’ con sus guitarras, y hasta cantan y bailan cuando toca, pero sus corazones no arden con el fuego nuevo de la noche de Pascua, le piden a la vida lo que cualquier ciudadano de este mundo (salud, dinero y “amor”) y los acontecimientos acaban quemándolos, tal como se percibe siempre que abren la boca para quejarse y murmurar. Con frecuencia, ponen buena intención en lo que hacen por los demás, y hasta cumplen las reglas establecidas por sus superiores o catequistas, pero destilan cansancio por voluntaristas, desconocen el Viento impetuoso del Espíritu y, la verdad…, sería mejor, ciertamente, que se convirtieran o se jubilaran del todo, para dejar trabajar con alegría a los demás.
Los cristianos jubilosos, en cambio, tienen una experiencia tan real de la cruz, como de la resurrección de Cristo. No son optimistas ingenuos, pero son mártires (testigos) siempre, pues mientras no les piden la sangre, derraman vida por donde pasan. No esperan a que cambien las circunstancias indeseables ni se arredran ante los vientos contrarios o la oscura confusión ambiental, pues, como se saben incondicionalmente amados, y tienen experiencia de que lo imposible es realizable, esperan —incluso contra toda esperanza— milagros, conversiones, vocaciones diversas, y todo tipo de frutos sobrenaturales. Conocen personalmente a un muerto resucitado, y eso les llena el corazón de júbilo todos los días de su vida.
Sí, hay júbilo real y permanente para el mundo entero en el corazón humano de Cristo resucitado. Jubilemos nuestra vida pasada y gritemos con autenticidad y júbilo inquebrantable:
¡¡ALELUYA!! ¡¡FELIZ PASCUA!!