Mensaje de Cuaresma 2022

TENGA USTED ÉXITO EN SU MUERTE

Así se titula un libro escrito en 2005 y publicado en español en 2011, cuya lectura ingeniosa, lúcida, sarcástica y profunda, es más que recomendable. Tiene por autor a Fabrice Hadjadj, de ascendencia judía e ideología maoísta, que se convirtió a la fe católica en 1998, y no cesa de alumbrar obras más que interesantes. Cuando, al comenzar una nueva Cuaresma, la Iglesia Madre nos recuerda con el signo de la ceniza que, abandonados a nuestra mera naturaleza creada y caída, somos simplemente polvo en proceso de desintegración, no está sino deseándonos éxito en lo único que hemos de acertar: nuestro modo de morir, que no es otra cosa en realidad que nuestro modo de vivir.

“Nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar, que es el morir” —clamaba Jorge Manrique ante la muerte de su padre. Sólo para los cristianos —que se distinguen por creer y compartir el amor que ha derrotado a la muerte—, este verso no es una mala noticia. En el centro de su liturgia anual se alza una muerte que les ha dado la Vida. Los cristianos han aprendido de su Maestro la ley del grano de trigo: sólo muriendo puede darse fruto; ése es el éxito de toda semilla: no conservar su salud, no retenerla ávidamente como si fuera el tesoro más valioso, por el que todo lo demás debe sacrificarse. El miedo a perder ese tesoro de la salud encuentra y ata a todos los que lo aprecian por encima de todo, hasta hundirlos en las tinieblas del pecado, huida hacia adelante que sólo provoca más amargura de muerte como consecuencia. El miedo a morir, —denominado también en muchos foros “responsabilidad”, “prudencia” e incluso “caridad” bien entendida—, lleva a sus víctimas a dejar de vivir: ya no comen con sus familiares no convivientes, ni visitan a sus amigos; no necesitan sacramentos reales, pues han descubierto los “espirituales”; se vuelven tremendamente intransigentes ante quienes no aceptan someterse a tales directrices de esclavitud; y por supuesto posponen el anuncio pascual de que la muerte ha sido vencida para cuando ya no haya peligro sensible que permita comprobarlo. Las situaciones críticas de pandemia, guerra o persecución sólo pueden ser afrontadas por quienes —en palabras del Apocalipsis— no aman tanto su vida como para temer la muerte. Ya lo decía don Quijote a su querido Sancho: “La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida”. La actitud de los ucranianos, dispuestos a morir por la libertad de su nación, se ha convertido estos últimos días, en una denuncia que debería avergonzar a quienes, dormidos en la molicie occidental que no conoce el combate más que por películas y videojuegos, nos creemos libres mientras vivimos dependientes de dispositivos digitales que no podemos dejar de mirar ni dos horas seguidas, y a los que reclamamos inyecciones letales de dopamina placentera, para seguir arrastrándonos como zombis que llaman vivir en libertad a estar muertos por el pecado.

Si las vidas son ríos que van a dar a la mar, ¿no se convertirán en estanques putrefactos si ponen todo el empeño en detener su corriente? ¿No dejarán entonces de ser ríos de agua viva que fecunda, precisamente por detenerse en sí?

El Verbo Divino ha asumido nuestro barro y ha divinizado nuestra carne con su Pascua; nos ha dado nueva Vida con su muerte, y nos ha mostrado así el Camino y la Verdad. Absorbida en su victoria —la que toda cuaresma nos prepara a celebrar—, se ha convertido la muerte en lo mejor que nos puede pasar, si es con Él, por Él y para Él, en favor de los hermanos. Hay más felicidad en darse que en conservarse —según sus propias palabras—. Dar muerte a todo lo terreno que hay en nosotros: nuestras pasiones, nuestro amor y apego a este mundo, nuestro deseo enfermizo de que todos nos aplaudan y nos quieran… es condición indispensable para vivir en libertad y cumplir la misión de ser sal, luz y fermento. Si no, la Iglesia se torna sinodalmente insípida, y queda confinada bajo el celemín que la sepulta, incapaz de fermentar sino su propia corrupción. Si sigue siendo válido el antiguo adagio latino que decía corruptio optimi, pessima (la corrupción de lo mejor es la peor), ¿cómo no esperar el peor resultado de un cristianismo que se deje corromper en su naturaleza y en su misión?

Jesús viene pronto. No sabemos cuántas cuaresmas nos regalará aún la misericordiosa paciencia de Dios. Aprovechemos la de este año y, como dijo el apóstol Tomás, aun sin saber lo que decía, “vayamos también nosotros, y muramos con Él”. Optemos por una muerte exitosa, pues —como tanto meditó e invita a meditar san Ignacio a sus ejercitantes, desde hace cinco siglos—, “¿de qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si se pierde a sí mismo?”

Antonio Izquierdo Sebastianes
Párroco de S. José obrero

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