Homilía I Domingo de Adviento

I DOMINGO DE ADVIENTO
INAUGURACIÓN SOLEMNE DEL AÑO LITÚRGICO
Sábado, 2 de Diciembre de 2017
Parroquia de San José obrero (Móstoles)

“Levántate, oh Dios, defiende tu causa” (Sal 74, 22)

Cuando, finalizando este curso, en el último fin de semana de Mayo, concretamente del 25 al 27 del mes de las flores, nuestra parroquia se dirija en peregrinación a Covadonga, celebraremos la Eucaristía ante la imagen de la Santina, en la Santa Cueva donde España, hace trece siglos, empezó de nuevo. El pan y el vino serán consagrados ese sábado, a las 9:30 de la mañana, sobre un pequeño y precioso altar, que es considerado “altar mayor de España”, y en cuyo frontal puede contemplarse un bajorrelieve que representa la famosa y memorable batalla de Covadonga. Aparece la Virgen con el Niño en el centro, trayendo del Cielo todo un ejército de ángeles guerreros, que acuden en socorro del pequeño ejército (de poco más de trescientos soldados, según la tradición), liderado por quien será, poco después, el primer rey Astur, don Pelayo. Abajo, huyendo ante las piedras que les caen desde la montaña, aparecen los soldados musulmanes que, gobernados desde Gijón por Munuza, y capitaneados por el general Al-Kama, venido desde Córdoba, sufrieron la primera gran derrota, hecha de muchas bajas. Sabéis que fue así, precisamente, como comenzó la reconquista de España, hace ahora mil trescientos años. La batalla tuvo lugar en el año 722, pero fue en el año 718 cuando unos cuantos astures, con don Pelayo a la cabeza, se plantaron contra el gobierno de Munuza, negándose al sometimiento injusto que sufrían desde que en el año 711 los musulmanes invadieron la península ibérica. Por eso este año Covadonga celebra un jubileo.

Bien, pues justamente encima del bajorrelieve que representa esta batalla que cambió nuestra historia para siempre, aparece la frase que, durante este curso, nos va a servir de clave para revivir los misterios del nuevo Año litúrgico que hoy comienza: “Levántate, oh Dios, defiende tu causa”.

Porque la vida cristiana es siempre un combate, del que depende nuestro eterno futuro. Y porque, nuestro futuro, el fin para el que fuimos creados, es la causa por la que Dios siempre lucha a favor nuestro. Por eso hoy le decimos, con el salmista: “Levántate, oh Dios, defiende tu causa”. “Señor, Dios nuestro, restáuranos, que brille tu rostro y nos salve”.

A la Virgen que es reina de aquella montaña, que tiene por trono la cuna de España, y brilla en la altura más pura que el Sol, la invocamos -al inicio de este nuevo año- como Madre y como Reina. Ella es la figura señera del Adviento, la que enciende en nosotros la llama poderosa – aunque aparentemente muy débil- de la infalible esperanza. Así fue en el año 718, y así ha de ser nuevamente en este curso de misterios salvadores, que Dios abre para nosotros. Porque nosotros siempre tenemos prisa, nuestro ritmo frenético nos hace no tener tiempo…, pero Dios -el Eterno- sí tiene tiempo para nosotros. Un nuevo año litúrgico es precisamente eso: un nuevo tiempo que Dios nos da, acercándonos más al final de todas las cosas, hacia el fin absoluto al que inevitablemente caminamos.

El Señor va a volver. Poco importa desconocer el momento, si nuestro corazón está despierto para desearlo. Colocado antes de la Navidad, el Adviento, tiempo oscuro y frío en nuestras latitudes (las mismas de la Tierra Santa en que tuvo lugar aquella primera venida de Cristo), se convierte para nosotros en tiempo dulce y feliz, capaz de consolarnos y sacar de nuestros corazones lo más hermoso y bello que sabemos compartir unos con otros. Si deseamos ciertamente la Navidad, y su cercanía nos pone contentos -siendo como es- la celebración litúrgica de la primera venida de Cristo, ¿cómo puede no producir en nosotros mayor alegría la certeza de que el Señor está cerca, y su última venida sucederá pronto? Si tememos o, simplemente, no deseamos -y dormidos, no velamos esperando- el retorno glorioso de Aquel que nos ha amado por encima de toda medida, ¿no será que, en realidad, no le amamos ni deseamos que venga su Reino a nosotros, como sin embargo pedimos en cada padrenuestro? ¿No será que, dormidos en los laureles de nuestras bagatelas diarias, distraídos por los afanes de este mundo, no deseamos verdaderamente despertar a la realidad, y recibir la visita del que quiere transformar nuestro barro con la destreza de sus manos de alfarero?
“Señor, tú eres nuestro Padre, nosotros la arcilla, y tú nuestro alfarero…; somos todos obra de tu mano” -reza hoy el profeta Isaías. ¿Nos dejaremos modelar por sus manos de artista en el torno -a veces doloroso y desconcertante- de la historia?

“Jamás oído oyó, ni ojo vio un Dios, fuera de ti, que hiciese tanto por el espera en Él” – hemos escuchado también. Dice san Juan de la Cruz que cada uno tanto recibe de Dios, cuanto es capaz de esperar de Él; que Dios es como la fuente: cada uno recoge como lleva el vaso. ¡Renovemos hoy en Dios nuestra esperanza! Su nombre, de siempre, es nuestro Libertador. Poco importa que nos parezca todo perdido. En el año 718, la península antaño romana y cristiana era toda del Islam. En pocos años, la división y la modorra de los diversos nobles hispanos, permitieron a las tropas musulmanas avanzar rápidamente y apropiarse de todo nuestro territorio.

Pero fue entonces, desvanecida ya toda esperanza, cuando no quedaba más tierra que una cadena montañosa, porque, poco más allá, sólo cabía lanzarse al mar cantábrico, desesperados…, un grupo de cristianos creyeron en María, y creyeron como María. Y el milagro se produjo. Una batalla marcó el inicio de una nueva era. Allí comenzó la reconquista, que nos ha permitido -no sabemos ya por cuánto tiempo- ser españoles y cristianos.

Queridos hermanos: volvamos a creer, tornemos a esperar, dispongámonos a luchar. Pero no contra la carne ni la sangre, sino contra nuestro verdadero enemigo -el Diablo-, a quien dejamos libre y torpemente que sumerja nuestra vida en el reino de sus tinieblas. Encendamos hoy en la almenara de nuestro corazón, la llama de una nueva esperanza. Porque Dios nos ha llamado a participar en la vida de su Hijo Jesucristo, ¡y Dios es fiel! Él nos mantendrá firmes hasta el final, para que el Acusador no tenga el de qué acusarnos ante el tribunal misericordioso de Cristo.

¡Despertémonos! ¡pongámonos en guardia! ¡decidámonos a velar y a luchar! Podrá tal vez llegar el día de nuestra derrota definitiva, pero digamos que hoy no es ese día; podrá tal vez llegar la hora en que claudiquemos, desanimados, sin esperar ya nada de quien todo lo puede en circunstancias imposibles, ¡pero hoy no es ese día!

Gritemos al Dios que viene a salvarnos, que quiere salvarnos, que ya bajó hace dos mil años, derritiendo los montes aparentemente inamovibles, con su presencia… Deseemos con todas las fuerzas de nuestro corazón: “¡ojalá rasgases el cielo y bajases, derritiendo los montes” de nuestra soberbia, y las moles de nuestra pereza con tu presencia! “Levántate, oh Dios, defiende tu causa”, “nosotros somos la arcilla, y tú nuestro alfarero”, “¡oh Dios, restáuranos, que brille tu rostro y nos salve!”.

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