EL TIEMPO DE LOS SIGNOS

 

La invitación a interpretar bien los “signos de los tiempos” se ha hecho constante en la Iglesia de las últimas décadas, desde que el propio Papa san Juan XXIII convocó el último concilio ecuménico, con la intención de aggiornare (poner al día, literalmente) la Iglesia, y el propio mensaje evangélico de siempre, de modo que pudieran entenderlo y recibirlo bien los hombres de hoy. Se habló entonces de abrir las ventanas de la Iglesia, para ver lo que pasaba al exterior, y para que el mundo pudiera ver también lo que pasa en el interior de la Iglesia. Tal vez no se calculó bien que, al abrir las ventanas, con tiempo externo tan revuelto, había que asegurar mucho más el interior, pues podría también entrar aire tan mundano que —como lamentaba después san Pablo VI—, el humo de Satanás llegara a colarse en la Casa de Dios.

En virtud de la tan apreciada y urgida interpretación de los signos de los tiempos, comenzó a considerarse que el pensamiento mundano (del que san Juan, en su primera carta, dice que yace en poder del Maligno [IJn 5, 19]) era prácticamente una fuente de inspiración divina. Durante años se escuchaba —y en algunos lugares, se sigue diciendo— que quien bien reza, ha de hacerlo con la Biblia en una mano y el periódico en la otra… Y así, nos encontramos, ya en nuestros días, sinodalmente discutiendo si no sobrará ya la Biblia, tan anticuada e incapaz de dar respuesta a los problemas modernos, pues requiere tanta interpretación para ser aceptada por el espíritu mundano, que casi no merece la pena ni el esfuerzo de hacer que diga lo que nosotros, por nuestra cuenta, ya hemos decidido entender.

El Adviento, muy alejado de una ñoña y hueca preparación de la Navidad, llega siempre, sin embargo, a darnos un golpe divino de realidad con sus avisos escatológicos. Porque resulta que Jesús no nos invitó nunca a interpretar sus palabras, sino los signos que la Escritura profetizaba y que Él mismo anunció. Aunque advirtiendo que “el final no vendrá enseguida”, dijo que “se levantará pueblo contra pueblo y reino contra reino”, que “habrá hambre, epidemias y terremotos en diversos lugares”; que “todo esto será el comienzo de los dolores” y que por su causa nos “odiarán todos los pueblos. Entonces muchos se escandalizarán y se traicionarán mutuamente. (…) Aparecerán muchos falsos profetas y engañarán a mucha gente, y, al crecer la maldad, se enfriará el amor en la mayoría”. El evangelio tendrá que haberse podido anunciar en todas partes, y “entonces —dice— vendrá el fin”. “Habrá una gran tribulación como jamás ha sucedido desde el principio del mundo hasta hoy”. Pero advirtió de que todo pasará “como en tiempo de Noé”: que “la gente comía y bebía”, y “cuando menos lo esperaban, llegó el diluvio y se los llevó a todos; lo mismo sucederá cuando venga el Hijo del hombre” (cf. Mt 24). Es verdad que muchos de estos signos se han dado a lo largo de los siglos muchas veces, desde que esperamos el retorno glorioso de Cristo. Pero, aunque “el día y la hora, nadie lo conoce”, ¿no estará, por pura lógica, cada vez más cerca? ¿No vivimos en un tiempo en que los signos se van dando cita como tal vez nunca antes lo habían hecho todos juntos? El evangelio mismo lo advierte: “Cuando veáis TODAS estas cosas, sabed que Él está cerca, a la puerta”.

“Hipócritas” —sigue diciéndonos Jesús—: “¿sabéis interpretar el aspecto de la tierra y del cielo” y os preocupáis tanto del cuidado de la Casa común —cuando yo mismo os he anunciado que al final tendrá lugar el mayor cambio climático de toda la historia…—, pues “¿cómo no sabéis interpretar el tiempo presente?”

Obispos y presbíteros —pastores a los que mucho se les pedirá cuenta—, diáconos que sois mensajeros de que Cristo va a volver, religiosos que anticipáis lo que no conviene que se os olvide esperar, fieles aún creyentes en la Palabra que no pasará nunca: es tiempo de despertar de tantos sueños infantiles o aletargados y de abandonar tantos temores poco evangélicos, como si dependiera de nosotros el planeta o tuviéramos que defender nuestra imagen y dar cuenta de nuestra vida ante otro Juez que el que viene para salvar al mundo. Empecemos a comprender que vivimos en el tiempo de los signos, ésos que fueron profetizados, no para asustar a quienes esperamos su venida, sino para encender en nuestros corazones, cuanto más se multiplican, la urgencia de la conversión y de la nítida evangelización, sin componendas mundanas, por la dichosa esperanza de salir al encuentro de Cristo, que es Alfa y Omega de la historia.