SIMÓN… ¿DUERMES?
Quedan pocas semanas para que escuchemos estas palabras de Jesús al primer Papa (cf. Mc 14, 37), cuando en todas nuestras iglesias resuene la lectura de la Pasión el próximo domingo de ramos. El que había sido elegido para confirmar en la fe —y por eso denominado como “Roca” (Pedro)—, se quedó frito en Getsemaní, justo en el momento en que Satanás había solicitado cribar a los discípulos como trigo (cf. Lc 22, 31-34). Muy probablemente soñaba con que las palabras de Jesús fueran pedagógicamente metafóricas, y le gustaba pensar que el infierno estuviera vacío o que nadie pudiera acabar traicionando y negando al Maestro.
El Papa dormía, y con él Santiago y Juan, y probablemente también, a una cierta distancia, aquellos otros apóstoles a cuyos sucesores llamamos obispos. Todo, porque —según Jesús les había advertido— para seguir a Quien va a la cruz no basta la buena intención, la pacífica sinodalidad, ni el haber pasado años escuchando las palabras del Señor o contemplando sus milagros. Cuando Dios ha dado permiso a Satanás para cribar a la Iglesia y a sus pastores con la noche más oscura de la fe, es imprescindible velar y orar para no caer, porque “el espíritu está pronto, pero la carne es débil” (Mc 14, 38) y no aguanta.
Es providencial y muy acertado que el Papa Francisco, como preparación al jubileo que se acerca, haya declarado este año 2024, “año de la oración”. Decía san Pío de Pietrelcina que “la sociedad de hoy no reza, por eso se está desmoronando”. Como un cuerpo que no respira, como un corazón que ya no bombea sangre. La constancia del oxígeno y del riego sanguíneo señala la diferencia entre la vida y la muerte. Pero es que orar sin cesar es tan imprescindible como difícil. No lo es orar de vez en cuando, una vez a la semana yendo a misa, o durante muchas horas en un eventual retiro espiritual. Los padres del desierto siempre señalaban la oración diaria como la más difícil ascesis de toda su vida. El demonio lo sabe, y pone todo su interés en que no oremos constantemente. No se preocupa mucho si lo hacemos alguna vez, y hasta le encanta que nos consolemos como tontos pensando siempre que “lo estamos retomando”, porque eso nos mantiene dormidos, en el letargo ideal para caer cuando venga la prueba. Satanás procura, por encima de todo, que no seamos constantes en la oración, para que siempre estemos desarmados, vulnerables a sus engaños, ciegos a sus artimañas en medio de la confusión eclesial o política, débiles para resistir los empujes de las pasiones, miedosos ante lo que puedan pensar o decir los demás, y perezosos para correr con radicalidad y sin laxas interpretaciones, en el seguimiento de Cristo. Porque Jesús va a la cruz; y quien le sigue acaba en ella. Y no se puede beber ese cáliz sin orar incesantemente; los “fijos discontinuos” en materia de oración, no son aptos para el martirio, cuando la confesión de la fe exige dar la vida.
Todo el que se acerque —con fiducia supplicans (confianza suplicante)— a pedir la bendición del Dios de Jesucristo — que es, por cierto, el único que existe— verá que trazan sobre él la dolorosa forma de la cruz, pues el que ama a su “pareja” o lo que sea más que a Cristo, no es digno de Cristo (cf. Mt 10, 34-39), y sólo se puede recibir la Gracia muriendo al pecado para estrenar una vida nueva. Es la extraordinaria bendición que nos traerá la Pascua, si tomamos en serio la advertencia del Maestro, y nos decidimos en esta Cuaresma a orar sin cesar.
“Pida, pues, mercedes el hombre a su Dios, el siervo a su Señor, la criatura a su Creador, porque en su no pedir y callar, estará su no recibir, ni salir de las miserias y remiendos del pecado” (enseña san Simón de Rojas en su Tratado sobre la oración, I Parte, cap. II). No es tiempo de dormir, aunque sea de noche. Velar y orar junto a Cristo se convierte en la mayor urgencia, cuando ha llegado la hora, y ya está cerca el que lo entrega (cf. Mc 14, 42).