FRATELLI TUTTI

Miremos atentamente, todos los hermanos, al buen pastor, que por salvar a sus ovejas soportó la pasión de la cruz” (SAN FRANCISCO DE ASÍS , Admoniciones 6, 1).

El inicio de la última encíclica del Papa Francisco que, como viene siendo habitual en los documentos pontificios, sirve también para darle su propio nombre, está tomado de estas palabras de santo de Asís. La ecología moderna —y también el cambalache masónico que propugna la fraternidad universal—, intentan apropiarse de este santo, que en realidad vivió y murió enamorado del único Dios verdadero —Cristo crucificado—, y encontró en su Pascua la única fuente real para la fraternidad humana.

Hemos pasado de la muerte a la vida, y lo sabemos, porque amamos a los hermanos” (I Jn 3, 14)—dice, por eso, san Juan. Amarnos como Él nos amó hace saber a los paganos que somos cristianos, y pretenderlo —con la mejor de las intenciones—, sin que el Espíritu Santo transforme por la fe los corazones humanos, es sencillamente una quimera.

La probablemente más conocida de las novelas del famoso español existencialista don Miguel de Unamuno lleva curiosamente título religioso: San Manuel bueno, mártir. Al margen de su profundo y elocuente simbolismo, el relato deja —en quien tiene fe— un sabor amargo y decepcionante, porque permite al lector asomarse a la idea que sobre la fe cristiana puede hacerse quien cree haber conocido el cristianismo, pero en realidad no se ha encontrado con Cristo vivo y resucitado, que es su núcleo esencial.
El protagonista, don Manuel, es un párroco ya difunto, a quien tantos tienen por santo, que hasta el mismo obispo decide investigar su posible canonización. Pero la breve novela revela al lector el oscuro secreto de aquel “buen” cura que tanto “bien” hacía: Cuando recitaba con sus feligreses las palabras del credo, sumergía en silencio su voz para no pronunciar aquellas que profesan la fe en la resurrección de la carne y la vida perdurable. No pudiendo esconder su secreto a uno de los protagonistas más cultos de la trama, el sacerdote llega a confesar:
¿Religión verdadera? Todas las religiones son verdaderas en cuanto hacen vivir espiritualmente a los pueblos que las profesan, en cuanto les consuelan de haber tenido que nacer para morir, y para cada pueblo la religión más verdadera es la suya, la que le ha hecho. ¿Y la mía? La mía es consolarme en consolar a los demás, aunque el consuelo que les doy no sea el mío”.

Todo el amor que el protagonista prodiga entre sus feligreses, radica en la transmisión de una “ilusión” consoladora, de cuya falsedad él mismo está convencido. En eso consiste el llamado “martirio” del bueno de don Manuel. No es extraño que don Miguel —no sé, si en este sentido tan “bueno”, pero sí “mártir”, por su sentimiento trágico de la vida y su anhelo frustrado de fe— concluya el prólogo con que presenta la obra citando las palabras del apóstol san Pablo: “Si sólo en esta vida esperamos en Cristo, somos los más miserables de los hombres todos” (I Cor 15, 19).

No cualquier amor distingue a los santos. No es la mera filantropía la que caracteriza a los cristianos. Y sólo la fe verdadera puede hacernos verdaderamente hermanos. Pero para que el mundo pueda sentirse fascinado por un modo de vida que no le resulte impostado, necesita ver ciertamente cristianos: los mártires que, de diversas formas, incluso en pandemias y en todos los tiempos, no aman tanto su vida que tengan miedo a la muerte (cf. Ap 12, 11). Porque la saben vencida. Por eso entregan la vida y ofrecen consuelo eficaz, porque lo tienen. Porque su vivir es Cristo. Porque su esperanza en Él empieza en este mundo, pero no es una ilusión: dura para siempre en la certeza del Cielo.

“Fratelli tutti”, a todos los hermanos que creéis estas cosas y se las gritáis al mundo caminando por encima del miedo a la muerte, os deseo ¡¡feliz Pascua!!